Texto escogido de
PARTE III: EL IMPERIO, Capítulo
1. La nueva realidad
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Efectivamente, Habbra está consumida por la enfermedad.
Genserico se arrodilla junto a su lecho y conversan en voz apagada.
La mujer tiene un enorme bulto en el bajo vientre y no hay remedio o magia que mejore la situación. Los dolores van en aumento. Para soportarlos se ha visto en la necesidad de consumir hachís.
A partir de ese día el rey la visita cada tarde y pasa con ella, que se niega a ser trasladada al palacio, las pocas horas que sus obligaciones le permiten.
Una noche, Habbra le dice en un susurro:
—Necesito hablarte, hijo, decirte que me aterra lo que ha pasado contigo. Sé que conspiraban contra ti. Pero no sólo mataste a los que querían hacerte daño. También a las mujeres, a sus niños…
Ante el silencio del rey, la moribunda continúa:
—Al principio pensé que el dolor, la presencia maligna que sentía en el bajo vientre, era tan solo la forma en que mi cuerpo representaba tu crueldad. Una parte de mi ser en la que se concentraba todo eso que no puedo comprender ni aceptar. Que lo había convertido en un dolor para sentirlo en algún punto, en alguna parte precisa. Y también para sacarlo de mi cabeza, pues pasaba el día trastornada por la tristeza y la incapacidad de comprender en qué se ha convertido el ser que yo traje al mundo.
El rey mantiene el silencio.
Un par de días después la madre le pide:
—Tú y yo sabemos que en cualquier momento he de morir. No quiero partir sin saber por qué has actuado así y sin tu compromiso de que no volverá a ocurrir…
Después de mucho, el rey habla quedamente al oído de su madre:
—El primer recuerdo que tengo es de un hombre tratando de arrancarme de tus brazos y de un objeto, todo de plata, que agitas aferrado a tu mano. Luego me baña un líquido rojo que cae de él.
—Después mis recuerdos son de tus brazos, que me arrancan de mi sueño o de mis juegos para correr hasta el caballo y escuchar durante horas su carrera y tu respirar desesperada.
—A lo nueve años, el día que vi morir a mi padre y a mis amigos con quienes jugaba, herido y aprisionado como estaba bajo mi caballo, no sentí ni miedo ni dolor ni rabia. Sólo me prometí que un día sería rey y juré, ante mi padre crucificado, que eso nunca volvería a ocurrir. Que nunca más viviríamos con terror, siempre listos para abandonarlo todo y escapar. Juré que llegaríamos a tener una enorme ciudad con grandes murallas. Que nada nos habría de faltar. También me juré tener presente que los dioses, las promesas, los augurios de nada sirven, que todo está en mis manos, en mi voluntad…
Habbra llora en silencio.
—Desde entonces —prosigue Genserico—, casi desde que tengo uso de razón, nada me ha distraído de esa determinación. Cada día me digo que eso no volverá a ocurrir. Que mi vigilia, mi cuidado, mi incansable prever lo que pueda amenazarnos garantizan a mi pueblo que nada le habrá de faltar.
—Prométeme…
—No, madre —la interrumpe el rey poniendo levemente la mano en la boca de ella—. Por favor no me pidas promesas que no he de cumplir. Aunque lo pidas tú, la única persona a quien he amado, no dejaré nada por hacer para impedir que alguien pueda destruir a los vándalos o al pueblo alano que Akal me confió el día que renunció a ser rey. |