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Texto escogido de PARTE III: EL IMPERIO, Capítulo 4. Roma después de Genserico (455 a 460)

(Párrafo que relata cuando, después de muchos años, Rosa regresa al hogar del escultor Gerbial a quien ha abandonado para irse con Zanistán, a quien llama Nistazán, canciller de los vándalos)

Ese atardecer Gerbial regresa a su hogar después de deambular tristemente por la ciudad. En la mañana estuvo como cada día en los muelles y pudo observar que, después de varios meses, las naves del canciller están de vuelta. Esperó hasta que lo vio descender. Solo a él. Porque Rosa permaneció brevemente en cubierta y luego desapareció. Apenas tuvo la certeza de que ella está bien echó a andar, sin volver la mirada.

Cuando cruza la sala en dirección al cuarto, mientras a medida que él avanza se mueven y entrecruzan unas con otras las siluetas de las muchas esculturas ubicadas por doquier, le parece ver en el patio interior la silueta de Rosa arrodillada ante una espada clavada en tierra.

Sonríe acongojado ante la traición que le hace su conciencia, y continúa hasta el taller, casi donde termina la casa. Una vez ahí, enciende varias lámparas y retoma la tarea de restaurar la enorme imagen de un Cristo crucificado hecho de yeso y pintado de colores excesivamente rojizos.

Ese gran crucifijo no significa nada para él. Lo restaura solo por el placer de hacerlo y por el afecto que siente por el pastor arriano que tan reluciente mantiene su iglesia a algunos cientos de pasos camino del mar.

Horas después se levanta a beber. Y cuando cruza hacia la cocina nuevamente le parece ver a Rosa, de rodillas ante una espada. Sonríe tristemente y, mientras bebe, percibe de pronto que su piel se eriza y su corazón intenta romper a través de los oídos cuando repara que la funda de su espada, que apenas asoma del jarrón de bronce que la contiene, está vacía.

Entonces corre hasta el jardín y descubre que es así, que Rosa lleva horas rezando de rodillas frente a la espada clavada en tierra.

Él permanece a su lado. No quiere interrumpirla ni escucharla decir que se marcha, que venía por Nista.

De pronto, sin dejar de mirar la espada, como si todavía orase, Rosa comienza a hablar:

—Esa vez, cuando afirmaste que por sí sola, sin estar clavada en la tierra, la espada no es Dios, porque es como tú y yo, que solos no somos nada, yo pensaba en Nistazán… En toda una vida sin él… una larga vida sin poder ser.

—Durante los ocho años que sufrí la aterradora esclavitud que me impuso Dubius, muchas veces, entre el bálsamo de los recuerdos de Nistazán, escuchaba el pausado golpear de tu martillo, el mesurado limar de tus herramientas. Otras veces mi desesperación se desvanecía cuando creía sentir tu brazo protector apoyado levemente en mi espalda.

—Después de mi regreso a la vida, durante los viajes con Nistazán, gradualmente fui descubriendo que entre el silbar del viento en las velas y el ruido del agua chorreando rítmicamente desde los remos añoraba sentir el medido golpear de tu martillo, el incesante roer de tu tallar. En las noches de tempestad, mientras escuchaba con terror el crujido cada vez más largo y fuerte del casco de la nave que intentaba detener su caída al abismo que las olas creaban para ella, necesitaba la paz de navegar entre tus obras y de encontrarte de pronto, silencioso, solícito, siempre pendiente de mí.

Después de algunos instantes, continúa:

—Más tarde descubrí que soy como la tierra de tu espada. Que puedo pasar largo tiempo sola. Soportar el frío y la nieve. Disfrutar del sol y la luz. Pero que cuando estás junto a mí me siento animada por una extraña fuerza que nace de ti y me hace sentir que soy alguien superior a mí misma. Que puedo encantarte y contribuir con mi presencia a que seas mucho más que un simple humano y te empines cada día, ajeno a las luchas, a la vida y a la muerte, mientras tallas y pintas, esculpes y cantas.

 

 

     



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