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Texto escogido de PARTE II: AFRICA, Capítulo 8. Vándalos en Africa (año 429)

(Párrafo que relata cuando, Selón, el mudo, mientras dirige el cruce de los vándalos a Africa, se separa de Godofredo, predicador arrianista a quien recién ha conocido y cuyo ejemplo determinará su vida)

Solo al mediodía Selón pudo finalmente disponer de tiempo para subir a una liburnia de dos filas de remos, escuchando a Godofredo. Y ha venido haciéndolo hasta que están a punto de llevarse por delante un pequeño bote que sus jóvenes capitanes, probablemente para sentirse más importantes, han cargado hasta más allá de toda prudencia.

Y si bien una acertada maniobra de los remeros ha impedido que los remos golpeen el bote, un desafortunado viraje del timonel ha conducido a que la popa de la liburnia termine por volcarlo.

En medio de la gritería de los desgraciados, Godofredo lo invita a saltar al mar para ayudarlos.

—No puedo —le contesta Selón—, no sé nadar.

—Yo tampoco —dice Godofredo, mientras se despoja de la ropa—. Pero si Jesús fue capaz de caminar sobre las aguas también lo será de ayudarme en este trance.

Y, tan pronto termina de decirlo, salta al mar desde cubierta.

Selón, que no puede creer lo que ha escuchado, se asoma justo para ver que Godofredo, después de agitar enloquecidamente los brazos, desaparece bajo el agua sin decir palabra.

 

Cuando la popa de la nave se aproxima a un costado del bote, sus ocupantes, abarrotados como están, se retiran como pueden hacia el costado opuesto, maniobra que es suficiente para que la mayor parte caiga al mar y el bote, que viene a punto de hundirse, termine de llenarse de agua.

Rosa aprieta a Nista, al que trae abrazado, mientras intenta, sin éxito, alcanzar al pequeño Waldo. Y así, porque no sabe nadar, inicia su camino hacia el fondo del mar.

Blume, aferrada a Ariovisto, tan pronto siente que se ahoga, lo suelta para intentar algunas inútiles brazadas. El muchacho, apenas logra liberarse de la mujer, flota hasta recuperar el aire y luego, entre tanta cabeza que grita y brazos que se agitan, intenta encontrar a alguno de los suyos. Pronto avista a Waldo.

—Agárrate de los remos —le grita.

Y, tras algunas brazadas, uno y más tarde el otro, buenos nadadores, logran asirse de las decenas de remos de la nave que permanecen inmóviles para evitar más daño y procurar auxilio a los pocos que puedan salvarse. Desplazándose con notable agilidad de un remo a otro, al poco tiempo consiguen reunirse. Momentos más tarde les alzan a la cubierta de la liburnia.

Rosa, que se ahoga sin soltar a Nista, siente que alguien la patea mientras la jala brutalmente por los cabellos. Hace un esfuerzo más por aguantar el aire, aprieta con todas sus fuerzas al pequeño y reza esperando que sea cierto que podrán salvarse. Poco después se encuentra en el fondo de un bote con Nista llorando en sus brazos. De su huesudo salvador solo pudo distinguir una larga cabellera rojiza.

 

El mudo, acostumbrado como está al sufrimiento de los moribundos, permanece observando cómo la mayor parte de esa gente, hombres, mujeres, ancianos y niños se ahogan irremediablemente. Muy pocos logran tomarse del bote a medio hundir en que viajaban o de alguno de los que se acercan a socorrerlos. Casi nadie sabe nadar.

De pronto, Selón repara en un hombre delgado que, con la agilidad de un pez, toma por los cabellos a alguno de los muchos que se ahogan y, con singular destreza, lo acerca al bote más próximo, donde terminan por sacarlo del agua y arrojarlo sin ningún miramiento dentro de la embarcación, mientras el hombre pez va por otro desesperado.

Después de verlo salvar a varios chicos, un anciano y una mujer, Selón termina por convencerse. Desde el primer instante le pareció que era él, aunque de inmediato lo descartó por imposible. Pero ese cuerpo menudo, corto y delgado, cabeza y rostro cubiertos por un infierno de pelo rojo, no puede ser otro que el propio Godofredo.

Cuando acierta a hacerse a la idea, la mirada de Selón queda prendida de ese héroe inaudito cuyo físico es escasamente proporcionado a la tarea. Y lo sigue en sus evoluciones hacia un bote y otro, siempre trayendo a alguien, sin detenerse un segundo a descansar. Y si bien sus movimientos le parecen cada vez más lentos, siguen siendo de una eficacia sobrecogedora. Finalmente queda un último superviviente, una señora de cabello negro y tez cadavérica que lucha por mantenerse a flote. Godofredo nada lentamente hacia ella. Después de mucho bregar y dando evidentes muestras de agotamiento, logra llevar a la mujer hasta el costado de uno de los botes que colaboran en el rescate. Unos muchachos la suben en un santiamén mientras las aguas se tragan a Godofredo.

Selón permanece con la mirada fija en el mar durante todo el trayecto hasta la costa. Confía que Godofredo volverá a aparecer en cualquier momento y quiere asegurarse de que lo suban pronto a cubierta. Ya en su lugar de destino y cuando por fin han logrado desembarcar al último pasajero, el desvanecido Dubius, el joven capitán pregunta a Selón si bajará a la playa o sigue camino a Ceuta como está programado.

Selón recoje la biblia de Ulfila que aun está sobre la túnica que Godofredo dejó sobre sus sandalias y se apresta a desembarcar con ella bajo el brazo.

—¿Y qué hago con estos muchachos? —le pregunta el capitán.

Selón, sin decir palabra, lo mira sorprendido.

—Venían en el bote que se ha volcado. Con su madre y otra mujer. No se sabe nada de ellas —aclara el capitán.

Selón, a punto de contestarle que ese no es su problema, aprieta la biblia y se pregunta qué habría hecho Godofredo en esa situación.

—Bajan conmigo —se oye decirle al capitán —. Talvez encuentren a una de las mujeres.

 

 

 

     



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