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Texto escogido PARTE II: AFRICA, Capítulo 12. SITIO DE HIPONA

12.- SITIO DE HIPONA (año 430)

Al día siguiente, cuando llega el grueso de sus fuerzas, Genserico da orden de secuestrar a cualquiera que pretenda entrar o salir de la ciudad.
            Son los primeros días de junio del 430. Han pasado trece meses desde que puso pie en Tánger y se encuentra ochocientas millas al este de su punto de entrada a Mauritania.
            Durante ese lapso arrasó cada poblado que encontró a su paso.
            Pero, a diferencia de lo que hacen bárbaros y romanos, Genserico no deja guarniciones ni toma control del territorio que domina. Solo saquea y destruye. A veces, cuando cree que la prosperidad ha resurgido en algún poblado, lo saquea nuevamente.
            Su estrategia es mantener siempre todas sus fuerzas en un solo bloque. Sabe que así, aunque su pueblo es pequeño comparado con otros, será difícil derrotarlos.
            Y aunque pueda parecer que ha tardado poco en llegar a Hipona, las noticias de los desmanes del rey cojo que dirige un pueblo de criminales y bandoleros lo ha precedido muchos meses, de modo que cuando finalmente aparece, ya el terror y la desesperación han minado las reservas morales y la propia organización de la ciudad.
           
Tan pronto se supo que el conde Bonifacio había abandonado la ciudad para alejarse cientos de millas a parlamentar con el vándalo, muchos sintieron que la suerte de Hipona quedaba echada: que el bárbaro mataría al conde y caería sobre ellos en cuestión de semanas.
            Arreciaron entonces las conspiraciones y volvieron a llegar a oídos de Placidia, la emperatriz regente en Roma, los más diversos argumentos para destituir a Bonifacio y numerosas proposiciones para designar en su reemplazo a alguien capaz de hacer el milagro de galvanizar el espíritu de la ciudad y defenderla exitosamente del ataque vándalo.
            De modo que cuando Bonifacio por fin consigue entrar a Hipona con la idea de organizar la defensa y derrotar a Genserico tan pronto le envíen refuerzos, es recibido con la noticia de que ha sido destituido y que el godo Sigisvulto es el nuevo jefe militar de la ciudad, cargo que ejerce desde pocos días después que Bonifacio la abandonara.
            El conde se entera, divertido, que entre los cargos determinantes de su destitución se incluye su falta de respeto por su esposa Pelagia, mujer de grandes influencias en la corte de Roma. En particular se le imputa que, a pesar de la encendida oposición de su mujer, Bonifacio disfruta en su propia casa de un harén de hermosas concubinas.
            No entiende a Pelagia, hija de una acaudalada familia romana. Ella siempre supo de sus hábitos. Fue en conocimiento de ellos que renunció a la religión arriana para casarse con él.
            Entonces recuerda que, meses atrás, lo visitó el venerado obispo Augustinus para suplicarle que hiciese un esfuerzo por dominar sus pasiones.
            Bonifacio, sorprendido por las palabras del obispo, nunca imaginó que pudieran tener tanta trascendencia. Siempre consideró que un gran jefe, lejos de Roma, tiene derecho a ser un segundo emperador y, por ende, a hacer cuanto le plazca con tal de cumplir a cabalidad sus importantes obligaciones.
            La propia reunión con Augustinus le confirmó que la iglesia le considera un brillante jefe militar. Recuerda que el obispo, al despedirse, le expresó su admiración por su desempeño a cargo del África romana, aunque no pudo evitar poner término a su visita con un:
            —Le pediré a Dios que algún día te permita practicar la continencia o la fidelidad que no puedes ejercer en este momento.
           
Bonifacio no es el único desencantado al traspasar las puertas de la ciudad. Recuperados del terror que los paralizaba ante la llegada de los vándalos, Sigisvulto y sus oficiales, quizás exaltados por el hecho de haber mostrado debilidad y cobardía, hacen prisionero a Quartus, acusándolo de insubordinación. Además, se niegan a cumplir las promesas de libertad y tierras que éste hizo a los esclavos y ciudadanos que se sumaron a su heroico ataque a las fuerzas vándalas.
            Estas políticas solo contribuyen a aumentar el descontento, el caos y el miedo en la sitiada ciudad.
           
Desde el primer momento a Augustinus, obispo de Hipona, le mereció reservas la destitución de Bonifacio por considerar que, por encima de todo, Hipona necesita un buen jefe militar y el conde sin duda lo es.
            Aun antes del retorno de Bonifacio, preocupado por el caos reinante en la ciudad, Augustinus había escrito a Placidia solicitando la restitución del conde en caso que regrese con vida. El filósofo acudía así a sus mejeros armas intelectuales y a todas sus relaciones políticas y religiosas para asegurar la defensa de la ciudad y la preservación su obra.

            Un par de meses después de iniciado el sitio, la situación se hace insostenible.
            El terror, el hambre y la peste se suman a la falta de acción de los responsables de Hipona.
            Se rumorea que todos los esfuerzos por tener algún contacto con el Imperio han fracasado y que, a más de aislados, están solos en su lucha contra los bárbaros.
            En rigor no hay tal lucha. Genserico se limita a mantener el sitio y esperar. De vez en cuando permite que sobrevivientes del pillaje de algún pueblo vecino puedan entrar a Hipona para que sus historias exacerben el terror y la falta de esperanza.
            Entretanto organiza el saqueo de los pueblos camino a Cartago y refuerza las campañas de piratería de Arkonio que asolan el litoral de África y las islas y costas de Europa e incrementan el tesoro del rey. Su plan es hacer del Mediterráneo un mar vándalo y privar al Imperio de su único medio de ejercer el comercio y el poder.
            Los católicos de Hipona observan que la salud de su venerado obispo es cada día más frágil, al extremo que temen su muerte.
            En precarias condiciones de salud, Augustinus escribe nuevamente a Placidia haciéndole ver una vez más que, si no se restituye a Bonifacio, la ciudad caerá en manos de los vándalos, con lo que además se perderán la iglesia africana y los tesoros intelectuales y culturales que el obispo ha venido acumulando en su campaña para que Roma se ocupe de la conservación del patrimonio clásico.
            De alguna manera el enviado del obispo se abre paso a través del cerco a la ciudad y la carta de Augustinus llega a manos de la regente, quien discute el asunto con el propio Aecio, cuya enemistad con Bonifacio mantiene la frescura de una herida abierta.
            Sin embargo, ante la situación denunciada por el obispo y vista la importancia de Hipona para el control de Mauritania, proveedora vital del Imperio, deciden dar plenos poderes a Bonifacio y le ordenan defender la ciudad a como dé lugar.
            También le piden que haga todos los sacrificios necesarios para resistir hasta la llegada de importantes fuerzas marinas y terrestres que ya han salido de Cartago en su auxilio.
            Mientras Hipona se debate en el caos más absoluto bajo la dirección de Sigisvulto, mientras Bonifacio disfruta de los placeres y orgías habituales en una ciudad al borde de la crisis, mientras Quartus sigue en prisión por haber puesto en evidencia la incapacidad y cobardía de sus jefes, mientras sus labios murmuran interminables plegarias y ruegos por el destino de su amada ciudad y de los documentos y tesoros históricos que ha acumulado durante su larga vida, a fines de agosto del año 430 deja de existir Augustinus, de setenta y seis años, cuando han pasado tres meses desde que los vándalos pusieran sitio a la ciudad.
            Su muerte, de la que el mundo cristiano se enterará meses después, convence a los fieles de Hipona que Dios les ha olvidado, lo que aumenta la desesperación y el desenfreno.
            Un mes después, para alivio de la ciudad y como para demostrar que el venerado obispo conserva sus milagrosos poderes incluso después de muerto, el mensajero de Placidia y Aecio logra burlar nuevamente el cerrojo impuesto por Genserico.
            Una vez dentro de Hipona, se mantiene en la clandestinidad hasta dar con Bonifacio, asunto bastante sencillo considerando los hábitos de vida del conde.
            Finalmente el mensajero llega hasta el lugar donde Bonifacio conversa con algunos nobles en presencia de Cabreón y varios guardias, mientras disfruta de un baño en compañía de tres jóvenes mujeres, africanas esta vez. Sin salir del agua, el conde se impone de las nuevas órdenes imperiales. Luego, absteniéndose de dar información alguna acerca de su contenido, ordena a Cabreón detener e incomunicar al mensajero.
            Horas después, terminado el gratificante baño y ya a solas, informa a Cabreón que antes del amanecer tomarán el poder por orden del emperador.
            Y así lo intentan.
            Todavía es de noche cuando Cabreón y sus hombres llegan hasta el cuartel general romano, sorprenden a la guardia, sacan de su cama a Sigisvulto, jefe de la ciudad, y lo llevan a su propio despacho donde lo espera Bonifacio.
            Tras darle a leer las órdenes firmadas por Placidia y por Aecio, y las denuncias y solicitudes del fallecido Augustinus, Bonifacio ordena a Sigisvulto que convoque a sus oficiales de confianza y les informe, en presencia suya, acerca de las nuevas autoridades de la sitiada ciudad.
            Apenas los documentos son leídos por Sigisvulto a sus oficiales, Bonifacio da de baja a éste y a algunos de sus hombres y ordena que se presenten Quartus y el mensajero.
            Quartus es designado oficial responsable de la defensa de la ciudad. A partir de ahora, la experimentada guardia goda de Sigisvulto queda bajo su mando.
            Bonifacio dirigirá personalmente la tarea de restablecer el orden y traer alivio a los más necesitados.
            El Rata, que así se apoda desde su infancia el mensajero que ha logrado salir y luego entrar a la ciudad, es remunerado generosamente. Recibe además una semana de permiso, al cabo de la cual deberá intentar una nueva salida.

 

 

 

     



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