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Texto escogido de PARTE II: AFRICA. Capítulo 27. Edictos moralistas (año 441)

Una vez afinados los detalles del atentado, Waldo llega hasta casa de Iania, a quien no ha visitado hace casi dos años. Aunque no se lo dirá, lo hace para despedirse de ella puesto que después del asesinato del rey se dará a la fuga hasta Hispania donde iniciará la segunda fase de su proyecto: tomar el poder en el reino suevo.

El placer de compartir con Iania hace que Waldo abandone su casa muy pasada la medianoche.

Cuando montado en su caballo se ha alejado algunos cientos de pasos de casa de Iania, tres jinetes le salen al camino. Uno de ellos salta a tierra y toma las riendas de su corcel, cogiéndolas casi en el hocico. Los otros dos se sitúan uno a cada lado del animal.

—¿Waldo, verdad? —le pregunta el que funge de jefe.

El muchacho calla.

—Requila, rey de los suevos, nos encomendó hacerte llegar su saludo —continúa el jefe.

Waldo salta a tierra y echa mano a la espada y una daga. De las sombras aparecen otros siete esbirros que lo rodean.

—Muchacho. No se puede andar por el mundo pregonando que vas a derrocar a un rey. Requila me pidió enseñarte a callar. Quiere tu lengua y también tu corazón —dice el jefe.

El joven príncipe vende cara su vida. Tres de los diez que vienen por él caen bajo su espada. Casi todos los demás se llevan heridas de recuerdo. A mitad del combate le han cercenado el brazo que esgrimía la daga y la sangre que mana de ese corte y de las veinte puñaladas que ha recibido terminan por hacerlo caer desfalleciente. Cuando Waldo todavía está vivo, el jefe, que se ha limitado a presenciar la lucha, baja del caballo y sacando una daga del cinto camina hacia el muchacho.

Un destello de luna se refleja en la hoja plateada y enceguece brevemente a Horacio, el romano que acompañado de treinta hombres de Dubius observa desde las sombras el atentado.

Cuando el jefe suevo se arrodilla junto a Waldo para cortarle la lengua y arrancarle el corazón, los hombres de Horacio caen sobre él. Silenciosos como las sombras que parecen en sus oscuros trajes, los capturan y se los llevan, incluso al mal herido Waldo.

—Anuden esa vena, que se desangra —ordena Horacio.

Excepto tres atacantes que murieron intentando defenderse, todos van a las mazmorras que forman parte del oscuro mundo que dirige Dubius.

 

 

 

     



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